La verdad nos hará libres: La iglesia y la dictadura

A confesión de parte sobran otras palabras y argumentos.


La difusión de la investigación encargada por la Conferencia Episcopal Argentina (CEA) con la pretensión de transparentar la relación entre la institución eclesiástica y la dictadura militar publicada bajo el título “La verdad los hará libres”, deja en evidencia, que por una parte los obispos estuvieron al tanto “de los movimientos que se estaban realizando con anterioridad al golpe de Estado de 1976”, que la protección de  la jerarquía católica significó un aporte importante a la legitimad del ´Proceso´ y de la ´lucha antisubversiva´ ”.



Las autoridades eclesiásticas mantenían, a pesar de la abundante información sobre violaciones a los derechos humanos que obraba en su poder, una “actitud de desconfianza fundada en sus propias convicciones ideológico-políticas” respecto de los organismos defensores de los derechos humanos, en particular frente a Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.



En el mismo texto se reconoce que “las Madres y las Abuelas debieron luchar desde la marginalidad de la Iglesia institucional, desde su condición de mujeres, infravaloradas como tales en la época, consideradas ´madres de subversivos´ o ´zurdas´, estuvieran o no vinculadas a ideas afines, en una búsqueda frustrante en la que solo encontraron negativa”.



De hecho, las Madres de Plaza de Mayo pretendieron ser recibidas por los obispos reunidos en asamblea plenaria en mayo de 1981 y ese intento fue rechazado por la jerarquía católica, entonces encabezada por el cardenal Raúl Primatesta (1919-2006) y a pesar de que un grupo de Madres había logrado entrevistarse con el papa Juan Pablo II en Porto Alegre (Brasil) el 5 de julio de 1980. El primer encuentro formal entre los obispos argentinos y las Madres ocurrió en 1983.


Desde antes del golpe militar la posición de la jerarquía quedaba de manifiesto a través de las declaraciones de quien entonces ocupaba la presidencia del episcopado, el arzobispo de Paraná, Adolfo Servando Tortolo.  



Fue ese obispo quien en junio de 1977 en una entrevista periodística concedida a una radio neuquina sostuvo que “la Iglesia ve con mucha esperanza, con fe, el proceso de reorganización nacional”.


Y en la misma ocasión agregó que “es un proceso que compete a todos, incluso a la Iglesia misma”.

Ni las innumerables denuncias sobre violaciones a los derechos humanos, secuestros y desapariciones, ni los crímenes cometidos contra miembros de la Iglesia como el asesinato del obispo Enrique Angelelli en 1976, los religiosos palotinos o los secuestros en la iglesia de Santa Cruz entre otros, modificaron la postura ideológico política de la jerarquía.



Eso más allá de las discrepancias que con el cuerpo episcopal mantuvieron los obispos Jorge Novak, Miguel Hesayne y Jaime de Nevares, quienes en minoría y en disidencia con sus pares en varias ocasiones intentaron gestiones personales ante la dictadura pero también con distintos organismos en la Argentina y en el exterior.



El Vicariato Castrense como institución eclesiástica fue una herramienta que sirvió para operar en favor de la alianza entre la Iglesia y el régimen de Rafael Videla, a quien gran parte de los obispos consideraban un “católico ejemplar”. Según la propia definición eclesiástica el “Vicariato Castrense es una jurisdicción eclesiástica peculiar, cuyo titular, el obispo castrense (Tortolo entre 1975 y 1982) atiende a los militares de tierra, mar y aire, y a sus familias, presentes en todo el territorio argentino”.



 Fue creado en 1957 y aún existe. Bien puede decirse que los militares tienen un obispo y una jurisdicción eclesiástica propia. Bajo su dominio hay capillas y oratorios destinados específicamente a esos fieles.

En 1959 el número de esas capillas era de 22. En 1977 alcanzaban a 120 y en 1981 se contabilizaban 133, la gran mayoría del Ejército (95).

Vale la pena tener en cuenta que durante su presidencia Néstor Kirchner hizo tan intensas como frustradas tentativas para modificar el acuerdo existente entre Argentina y la Santa Sede para, por esa vía, eliminar el Vicariato Castrense. No lo logró.

Pero al margen de Tórtolo, la figura más siniestra del vicariato lo fue el pro vicario castrense (segundo en jerarquía), el obispo Victorio Bonamín quien ejerció esa función desde 1960 a 1982.

Según se consigna en el tomo II del libro “La verdad la verdad los hará libres” para Bonamín la batalla era una sola: “De una parte está la sociedad católica argentina con su avanzada militar que es también hondamente católica;


 del otro lado están los hijos de los laicistas devenidos marxistas, acompañados por los cristianos progresistas, que avanzan sobre el orden católico de la patria”. Y desde esta perspectiva “los militares ocuparán el terreno de la Iglesia militante: los soldados armados que están defendiendo a Cristo”.

A confesión de parte sobran otras palabras y argumentos.

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