por Felipe Pigna
Aunque parezca mentira, en pleno siglo XXI se siguen publicando libros que, al referirse a la invasión europea al continente americano, iniciada en octubre de 1492, continúan hablando del “descubrimiento de América”, concepto eurocéntrico según el cual las cosas y los seres comienzan a existir cuando entran en contacto con los representantes del “viejo continente”.
Entre los pueblos originarios, esta tierra recibía tan bellos y variados nombres como pueblos habían florecido en ella. El pueblo Kuna de las actuales Panamá y Colombia la llamaba Abya Yala –tierra en florecimiento–, expresión que hoy ha sido adoptada por muchas naciones indígenas.
América se llamará así en honor al navegante florentino Américo Vespucio, que había viajado a las “nuevas tierras” dos veces entre 1499 y 1502. Al regresar escribió dos famosas cartas: una, fechada en 1503 y dada a conocer a principios de 1504, estaba dirigida a uno de los hombres más ricos y poderosos de su tiempo, Lorenzo Piero de Medici; y otra a su compañero de colegio, Piero Soderini. Esta última se tradujo al latín y se publicó en 1507 en el apéndice de la obra Cosmographiae Introductio, de Martín Waldsemüller, alias Iliacomilus, un notable científico nacido en Friburgo, actual Alemania, profesor de Geografía de Saint Dié en el ducado de Lorena.
Podríamos decir que Vespucio primerió a Colón, ya que mientras la relación del tercer viaje de Colón, en el que tocó tierra firme, se publicó en latín recién en 1508, las relaciones de los viajes de don Américo, como vimos, se conocían desde 1504 y 1507.
En la introducción de la obra de Waldseemüller, el geógrafo francés Jean Basin de Sandocourt proponía:“Verdaderamente, ahora que tres partes de la Tierra, Europa, Asia y África, han sido ampliamente descriptas, y que otra cuarta parte ha sido descubierta por Américo Vespucio, no vemos con qué derecho alguien podría negar que por su descubridor Américo, hombre de sagaz ingenio, se la llame América, como si dijera tierra de Américo; tal como Europa y Asia tomaron sus nombres de mujeres”.
Años más tarde, Waldsemüller y Basin reconocieron su error, a tal punto que el mapa que publicaron en 1513 llama al nuevo mundo “Tierra Incógnita” y no América. Pero ya era demasiado tarde.
De bautismos y entierros
En 1492, las cosas comenzaban a tener el nombre que les daban los apropiadores. A nuestro continente lo llamarían “las Indias”, y luego América en honor a Vespucio. Aquel 1492 no fue un año cualquiera para España: señalaba el fin de la reconquista con la toma de Granada, tras casi ocho siglos de lucha contra los moros; la “unificación religiosa” a la fuerza, con expulsión de los judíos, y la llegada al papado del español Rodrigo Borja, que pasará a la historia como Alejandro VI Borgia. Es por supuesto el año que clava como una daga en el almanaque la fecha de la llegada de los españoles a un continente que había sido descubierto unos 20.000 años antes por sus primeros pobladores. Pero durante siglos el “descubrimiento de América” remitió invariablemente a la llegada de Colón a estas tierras, y la repetición de tal denominación en miles de libros y manuales de todo tipo terminaría por naturalizar lo que en realidad significó literalmente el entierro de las culturas de los pueblos originarios. Como para muestra basta un botón (aunque podría ofrecerles a mis lectoras y lectores una botonería completa), vayan estas palabras de Diego de Landa, obispo de Yucatán, al descubrir los alucinantes códices mayas: “Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sentían a maravilla y les daba pena”.
En un acto que recordaba lo que venía haciendo en Europa la Inquisición, el 12 de julio de 1562 el enviado del rey y, según él, de Dios, sin ninguna pena quemó toneladas de escritos y códices que registraban la historia de aquella notable civilización, una de las pocas que utilizaba la escritura en América. Landa no se quedó en la quema; se puso rápidamente a escribir su propia versión de la historia del pueblo maya, encubriendo y cubriendo todo lo que creyó necesario y útil a su sagrada misión. En ese acto se estaba convirtiendo en el referente obligado para cualquier investigación sobre esa notable civilización hasta nuestros días.
Se sigue hablando de “Nuevo Mundo”, aunque sólo fue nuevo en el sentido en que lo describe Germán Arciniegas: “Todo, hasta el paisaje ha cambiado, los indios han conocido los caballos, hierro, pólvora, frailes, el idioma español, el nombre de Jesucristo, vidrio, cascabeles, horcas, carabelas, cerdos, gallinas, asnos, mulas, azúcar, vino, trigo, negros de África, gentes con barbas, zapatos, papel, letras. Los caciques se acabaron colgados en las horcas. Nació una ciudad de piedra. La isla es para los indios un nuevo mundo. Más nuevo para ellos que para los españoles”
El discurso se fue modernizando y se adoptaron otros modos más sutiles de escamotear la realidad. Así, se habla de “expansión europea” (como si fuese un fenómeno tan natural como la expansión del universo), “encuentro de culturas” (dando la idea de un simposio entre conquistados y conquistadores) o, a lo sumo, “choque de culturas” (asimilando algo tan complejo a un accidente automovilístico). Lo cierto es que ninguno de esos eufemismos logra tapar uno de los mayores genocidios y etnocidios de la historia universal, sólo comparable al que, por esos mismos tiempos, comenzaban a aplicar en África aquellos nacientes Estados europeos que en el período que va desde fines del siglo XV y los finales del XVIII concretarían la consolidación del capitalismo, algo que hubiera sido imposible sin la explotación intensiva y salvaje de las colonias de América, África y Asia. (Fuente: El Historiador)