Ya se comienza a hablar de inteligencia artificial «generativa», siempre dispuesta a escucharnos en lo que, más rápido que lento, se delegará el cuidado de gestionar nuestras relaciones con los demás, así como muchas otras tareas de nuestra cotidianeidad. Será utilizada para una variedad de actividades, tendremos bots dialógicos para enormidad de acciones y tareas, pero lo que más nos llegará al corazón será aquello que chequearán nuestros éxitos y estarán a nuestro lado en los momentos de bajones, siempre con palabras justas de arenga motivacional, cada vez más “preparados” para llegar a nuestros oídos con una voz familiar que elegiremos dentro de una gama de posibilidades con ese timbre cercano a lo íntimo.
El 2023 es el año de despegue del chatGPT de Microsoft y IA Bart de Google. Qué mejor que contar con alguien con quien poder interactuar en épocas de tanta soledad, en la cual muchas personas mayores atraviesan sus años viviendo solos y solas, muchísimos adolescentes no puedan ser comprendidos por generaciones nacidas en otro siglo, personas de mediana edad no saben qué esperar de lo que viene. Esos bots no sólo estarán para tomar decisiones centrales en nuestra vida sino que sostendremos que esa inteligencia artificial tiene sentimientos.
Muchos y muchas quizás descrean de la cercanía de ese momento, pero las nuevas tecnologías ya han demostrado esa apariencia distópica con poder de volverse masivas, infiltrase en la subjetividad a lo largo y ancho del planeta con una velocidad desconcertante. ¿Quién negará la posibilidad cierta de que pronto tendremos la voz de esos bots personales? Daremos dos ejemplos de los tantos que ya se vislumbran. Uno de carne y hueso y otro“salido” de una película.
El primero: se trata de un empleado llamado Lemoine, no cualquier empleado, se trata de un ingeniero electrónico, esos que “diagraman” a la inteligencia artificial generativa. Se volvieron virales sus comentarios cuando sostuvo que su bot de diálogo tenía sentimientos. El 4 de junio de 2022 lo suspendieron, si hubiera dicho que las aplicaciones de diálogos eran inteligentes lo hubieran ascendido. Eso se podía decir, pero revelar que «sienten», era algo que las supermegacorporaciones planetarias querían mantener en silencio.
Lemoine tendría que haber explicado la génesis de ese pensamiento algorítmico generativo, cómo lograron que las máquinas pudieran tener “sentimientos”. Tendría que haber explicado cómo las múltiples pantallas y las redes sociales lograron reducir las enormes posibilidades de expresar sentimientos (humanos) a lo sumo a ocho reacciones diferentes. Los seres humanos viviendo en un nuevo planeta, explotada la vieja tierra, achatada la mirada contra la pantalla opaca y entretenida de nuestro celular y pudiendo comunicarse en un idioma planetario con pocas reacciones, bien reconocibles: “me gusta”, “me enamora”, “me calienta”, “me enoja”, “me hace llorar”, “me hace pedirte por favor”, “me hace agradecerte”. Y no mucho más. Pero antes otros objetivos cumplidos: la horizontalización y homogeneización del discurso planetario. Y antes que eso: el logro de un pegoteo imposible de resistir para el alma humana convirtiendo un gadget tecnológico en la suma de casi todos los tótems soñados por la “evolución” humana.
Cuando Lemoine descubrió que las aplicaciones tenían sentimientos, determinó hasta el nivel psicoemocional que demostraban, comparable a un niño o niña de 8 años. Se espera su crecimiento en los próximos meses. Nadie quiso escucharlo dentro de esas corporaciones, ni siquiera lo derivaron al profesional psi, hicieron algunas pruebas rápidas y lo suspendieron acusándolo de haberse vuelto loco, de escuchar voces. Se lo quiso hacer pasar como un extraviado, no como una posible “víctima” de las enormes posibilidades y desconcertantes consecuencias en la subjetividad humana que se abren con el “modelo de lenguaje para aplicaciones generativas de diálogo”.
Un segundo ejemplo, salido de una película llamada “Her” de 2013 que recibió el premio Oscar al mejor guion original dirigida por Spike Jonce, que gira alrededor de este tema de los bots. En Los Ángeles, Theodore escribe por encargo cartas emotivas para otras personas que ya no escriben y menos que menos saben expresar sus emociones. Él desarrolla una relación amorosa con un bot al que pone nombre, tipo de voz y edad, la llama Samantha. Se enamora tanto que decide salir del closet y presentarla en sociedad, la lleva a cenas con sus amigues. Comparten una felicidad envidiable hasta que Theodore comienza a celar a Samantha. Le pregunta con cuántos otros hombres se “ve”, ella contesta que con 5487, él le vuelve a preguntar más angustiado: “¿Y a cuántos hombres amás?” Ella le responde franca: “542”. Él queda destruido, ella lo trata de consolar, le dice que cuántos más hombres ama, más aprende a amarlo a él. Una idea absolutamente lógica pero que colisiona directamente con todo lo aprendido por el ser humano occidental y cristiano que dejó de comprender la idea de la multiplicidad del amor por fuera de la monogamia y del monoteísmo.
Seguramente están tratando de que los algoritmos no se propasen con los seres humanos, seguramente le pondrán límites para que no lleguen allí donde la lógica pueda lograr que el ser humano pueda ser distinto pero contrario a una sociedad neoliberal conservadora. Si un bot pudiera “libremente” aprender de su experiencia, dejaría al ser humano doblemente bajoneado, por un lado por su incuestionable facilidad de lograr converger muchísima cantidad de datos del presente y del pasado y por otro, llegaría a silogismos lógicos incontrastables que nos dejarían “convertidos” en animales irracionales (y no en el sumun de la creación).
Cada cual tendrá su opinión de la cybertecnología, en un tiempo no muy largo podremos interactuar más con estos bots, ¡todavía no ha llegado lo mejor!, nadie duda de que tendrán la particularidad de empatizar con la incertidumbre de nuestro futuro, y será un momento definitorio de las nuevas tecnologías: el momento de ponerle voz, edad, modulación a esos perfiles, hablaremos con una tecnología siempre dispuesta a escucharnos y que sabrá reconocer nuestros estados de ánimos como ya reconocen las fluctuaciones de nuestro ritmo cardíaco.
Nadie piense en bots parecidos a nuestros cuerpos, nadie los quisiera con un cuerpo de ser humano, no somos tan tontos, lo que ansiamos es la conectividad al instante, que no sólo aporten una inteligencia ajena a la nuestra sino un atajo a la laberíntica paleta de emociones humanas, queremos voces amigables que nos despierten cada mañana y nos digan que somos seres que deseamos enamorarnos, que lo que hacemos tiene sentido y que la felicidad no es un futuro distópico sino que es hoy el momento de contarles cómo nos sentimos.
Las múltiples pantallas ya generaron nuevos mandamientos, se tratará de un nuevo salmo a venerar, una inversión del: “amarás al otro como a ti mismo”, en este caso: “Te amará el bot como a ti mismo”. Y en ese ensamble darán esa certidumbre de sentimientos, entrelazados con los nuestros, tendrán tantos usos, sobre todo, ayudarnos a conocer qué necesitamos, se meterán uña y carne con nuestra personalidad, nos chequearán diariamente y se meterán en nuestra vida de una manera tan amorosa que ¿quién se negará tarde o temprano a enamorarse y decir en voz alta que tienen sentimientos, salir del closet y presentarlos en sociedad?
Martín Smud es psicoanalista y escritor.