En enero de 1933, los médicos confirmaron que Hipólito Yrigoyen, el expresidente de Argentina, padecía cáncer laríngeo. Esta enfermedad, de no ser tratada, podría provocar el cierre de las vías respiratorias. En marzo de ese mismo año, su salud se deterioró aún más, lo que lo llevó a viajar a Uruguay el 5 de abril en busca de alivio.
La Agonía en Buenos Aires
Yrigoyen vivía en Sarmiento 944, acompañado por su hija, su secretaria y algunos incondicionales. Sin embargo, pocas personas lo visitaban. Se alegró mucho cuando Marcelo T. de Alvear, tras ser liberado, fue a verlo el 30 de junio. Aunque se negaba a recibir visitas debido a su agotamiento, al saber que era Alvear, se levantó de la cama para recibirlo.
La salud de Yrigoyen se complicó notablemente el 2 de julio. El encarcelamiento que había sufrido, sumado a los fríos de junio, aceleraron su deterioro. A los problemas respiratorios se sumaron trastornos digestivos agravados por su encierro en la isla Martín García. Los pocos que lo visitaron lo encontraron irritable y contrariado por las acusaciones del gobierno que habían llevado a su detención.
El 3 de julio, el anciano líder estaba gravemente enfermo. A las 9 de la mañana, los sacerdotes Álvarez y Sánchez le administraron la extremaunción. Con un leve movimiento de cabeza, Yrigoyen indicó que no tenía de qué arrepentirse, ya que estaba convencido de haber hecho todo el bien posible para su patria, conciudadanos y amigos. Se rezó una misa y Monseñor D’Andrea le dio la bendición papal.
Con temperatura alta y pulso débil, Yrigoyen entró en agonía y dejó de reconocer a las personas a su alrededor. Su corazón latía cada vez más débilmente. Según el cronista del diario La Nación, Yrigoyen «presentaba la plácida expresión de un hombre que se extingue suavemente». A las 20 horas, el doctor Izzo firmó el certificado de defunción.
La Masiva Despedida
Inicialmente, grupos aislados comenzaron a congregarse frente a su domicilio, pero pronto se formó una multitud, a pesar del frío y la llovizna. Al enterarse de su fallecimiento cuando las puertas del balcón se abrieron y vieron salir a Tamborini, la multitud reaccionó con respeto y emoción. Algunos lloraban, otros se arrodillaban, muchos vitoreaban el apellido del ex presidente y todos cantaron el Himno Nacional.
Esa noche, a las 22 horas, el cuerpo de Yrigoyen fue embalsamado por el doctor Ángel Roffo. Vistieron su cadáver con el hábito de los dominicos, colocando en su pecho una bandera argentina de guerra con un crespón negro. Sus manos entrelazadas sostenían un escapulario blanco con una pequeña cruz de plata, y su cabeza fue acomodada ligeramente levantada.
El 4 de julio por la tarde, el féretro fue exhibido frente al Cementerio de la Recoleta, donde se levantó una tribuna para que los oradores lo despidieran. El gobierno decretó diez días de duelo, con banderas a media asta en los edificios públicos. Sin embargo, el Poder Ejecutivo amenazó con despedir a los empleados públicos que faltasen al trabajo para asistir a las exequias.
El velorio se realizó en su casa, donde se levantó una capilla ardiente en una de las antesalas. En la entrada, se colocó un libro para que la gente escribiera sus condolencias. El cuerpo descansaba en un ataúd de ébano platinado con manijas de plata. A las dos de la madrugada del 3 de julio, se permitió la entrada al público, que para entonces se calculaba en cientos de miles de personas.
El velatorio duró dos días y medio. Leopoldo Melo, gobernador, se acercó a la casa, pero no lo dejaron pasar y se retiró entre insultos y abucheos. A las 10 de la mañana del 6 de julio, se cerraron las puertas de la casa y, al mediodía, el cortejo partió hacia la Recoleta.
Última Voluntad y Despedida Final
Yrigoyen expresó su deseo de ser sepultado en el Panteón de los Caídos en la Revolución del Parque. La carroza fúnebre fue descartada, y la multitud, muchos de ellos viajados desde el interior del país, llevó el ataúd a pulso. Los esfuerzos del Escuadrón de Seguridad para mantener el orden fueron inútiles. Alvear tuvo que salir al balcón para calmar a la multitud.
A lo largo del cortejo, hubo empujones y caídas del ataúd, que iba de mano en mano. Los balcones de los edificios estaban llenos de personas arrojando flores y agitando pañuelos, mientras cantaban el himno. El cortejo tardó cuatro horas en llegar al cementerio, donde se pronunciaron los discursos de rigor. Se armaron dos tribunas, una dentro y otra fuera del cementerio, para despedir los restos del primer presidente electo bajo la ley Sáenz Peña.