Por Roberto Chuchuy
El fascismo es un movimiento de masas liderado por milicias que busca tomar el control del Estado y subordinar todas las esferas de la sociedad a su visión ideológica de una comunidad orgánica, generalmente a través de un régimen totalitario. Este movimiento justifica el uso de la violencia como un medio legítimo para alcanzar una supuesta «regeneración» nacional.
En este contexto, la militancia asociada a Javier Milei ha mostrado rasgos preocupantes: simbología, discursos, lenguaje y convocatorias que remiten a las prácticas del fascismo. Aunque no sea una réplica exacta de los regímenes de Mussolini, Hitler o Franco, comparten sus bases ideológicas adaptadas a los tiempos actuales. Esto plantea una pregunta esencial: ¿qué tan tolerante puede y debe ser la democracia frente a los fascistas?
El discurso y las acciones de la derecha radical
Diversos sectores de la derecha reaccionaria no sólo han multiplicado un discurso violento y autoritario, sino que lo prueban constantemente para medir su alcance. Por ejemplo, uno de sus referentes, conocido como «el Gordo Dan», llegó a proclamarse como el «brazo armado» del gobierno de Javier Milei. Aunque después intentaron relativizarlo, diciendo que sus “armas” eran los celulares, la construcción de listas negras y las constantes expresiones de odio dejan claro que el peligro va mucho más allá de las palabras.
No es casualidad que estas acciones estén vinculadas a figuras como la vicepresidenta Victoria Villarroel, quien niega el terrorismo de Estado y minimiza el robo de bebés durante la última dictadura, o a diputados que defienden genocidas. Tampoco es casual el discurso de superioridad esgrimido por Milei cuando afirmó que su sector político es “estéticamente superior”, ni los llamados a la violencia contra la izquierda, como las declaraciones del activista Laje que expresó su placer ante la idea de “acabar con los zurdos”.
El peligro de la normalización del odio
Esta narrativa no es inofensiva. Durante años, sectores de la prensa y del poder político han construido un discurso de odio hacia figuras como Cristina Fernández de Kirchner, retratándola como un enemigo público y atribuyéndole todo tipo de acusaciones infundadas. Este contexto de odio sostenido hizo posible que personas como Fernando Sabag Montiel, autor del intento de magnicidio contra la vicepresidenta, creyeran que cometer un crimen político era un acto patriótico.
El problema no radica solo en un individuo, sino en un entramado que fomenta y normaliza la violencia política. Este caldo de cultivo podría derivar en nuevos atentados, ya sea contra dirigentes políticos, periodistas o representantes de movimientos sociales.
La responsabilidad de la justicia y la sociedad
La justicia debe actuar con firmeza para investigar y sancionar cualquier expresión o acción que incite al odio y la violencia. No se trata únicamente de garantizar la libertad de expresión, sino de establecer un límite claro cuando esta se convierte en apología del fascismo y la violencia.
Como sociedad, debemos reflexionar sobre las condiciones que permiten el resurgimiento de discursos autoritarios: desempleo, injusticia social, inflación, y el falso nacionalismo que construye enemigos internos. La democracia exige tolerancia hacia quienes piensan distinto, pero no puede tolerar que estos consideren inferiores o violentables a quienes no comparten sus ideas.
El fascismo se educa y se construye sobre la idea de que existen personas de primera y segunda categoría. Permitir que esta ideología prospere en la sociedad es un peligro no solo para la democracia, sino para la convivencia básica.
No se puede ignorar el avance de estos discursos, ni subestimar el impacto de la violencia simbólica y real que promueven. La historia nos recuerda que la tolerancia hacia el fascismo solo lleva al sufrimiento de los pueblos. Es tiempo de poner límites claros y defender la democracia con firmeza y convicción.