La grieta ha sido una constante en la historia política y social. No solo refleja una disputa de intereses, sino que es mucho más. Es el reconocimiento de que, en toda sociedad, existen tensiones naturales entre diversos sectores, lo cual no debería asustarnos. Los conflictos han existido desde el inicio de la humanidad y negar su existencia, especialmente en política, es un error.
Hoy vivimos en un contexto en el que uno de los tantos conflictos sociales se profundizó con el gobierno de Javier Milei. Si bien no comenzó con él, su gestión ha legitimado una dinámica peligrosa: la crueldad como norma aceptable. Este fenómeno ha llevado a una sociedad donde el desprecio hacia quienes piensan distinto se percibe como un comportamiento válido.
El triunfo de Milei marcó una derrota para el campo nacional y popular, pero también para quienes creemos en la construcción de una comunidad basada en la igualdad y la justicia social. Este gobierno, elegido democráticamente, se caracteriza por la violencia en su discurso y en sus acciones. Desde las promesas de campaña hasta las políticas implementadas, se fomenta una fragmentación social que va más allá de las preferencias políticas.
La violencia no es solo discursiva; también se manifiesta en las políticas económicas que ahondan las desigualdades. Mientras una mayoría lucha por sobrevivir, una minoría concentra los privilegios. Esto genera una sociedad dividida, no solo por ideologías, sino también por las condiciones materiales.
Además, las decisiones políticas refuerzan esta fragmentación. Por ejemplo, el veto presidencial a leyes aprobadas democráticamente en el Congreso o los constantes señalamientos sobre «enemigos» de la nación son actos de violencia institucional. Estas prácticas fomentan un ambiente de hostilidad que se refleja en todos los niveles sociales.
Ejemplos concretos de esta realidad no faltan. Desde incidentes en un campo de golf, donde una mujer agredió a otra simplemente por tomar mate, hasta enfrentamientos en barrios como Palermo, donde se insulta y discrimina a quienes se manifiestan con banderas de Palestina, la violencia atraviesa el tejido social.
Esta situación no es casual. La pobreza, que afecta al 60% de la población y al 65% de los niños menores de 16 años, también es una forma de violencia. Una sociedad que permite que su infancia pase hambre es, sin duda, una sociedad violenta. Esta violencia se suma a la legitimación de atentados como el intento de asesinato de la vicepresidenta.
El panorama es desolador: fragmentación económica, social y laboral. Mientras tanto, sectores políticos e institucionales parecen más preocupados por mantener sus privilegios que por atender las demandas de la ciudadanía. La política se une en acuerdos que perpetúan esta desigualdad, mientras la mayoría lucha por sobrevivir.
En este contexto, es esencial comprender que no estamos ante una simple crisis económica, sino frente a una crisis política profunda. Lo económico es el síntoma de un saqueo sistemático, pero la verdadera raíz del problema radica en la falta de un proyecto político inclusivo.
La batalla cultural no se libra con encuestas ni estadísticas, sino con la construcción de ciudadanos y ciudadanas conscientes de sus derechos. Es fundamental dejar de naturalizar la precarización de la vida y exigir condiciones dignas. No se trata solo de sobrevivir, sino de vivir plenamente.
Como sociedad, debemos interpelarnos y asumir un rol activo en la construcción de un país más justo. Esto implica no aceptar las narrativas que intentan silenciar los conflictos y conformarnos con migajas. Es hora de reconocer que merecemos más.
La Argentina que vivimos hoy no es la que merecemos. Es momento de transformar esta realidad y luchar por una comunidad basada en la justicia, la igualdad y el respeto mutuo. La batalla cultural es, en última instancia, una batalla por nuestra dignidad colectiva.