LOS ORCOS SON LA CASTA

Los malignos orcos son una creación del escritor inglés John Ronald Reuel Tolkien. Estas criaturas horrendas, sucias y malvadas son esclavas de otros monstruos, actuando en raras ocasiones de forma independiente. Miserables, repugnantes y demoníacos, su sangre es negra y pútrida. Se alimentan de alimañas, pero también adoran comer carne humana. Odian la belleza, la naturaleza y todo lo existente, incluso a sí mismos y a sus amos, a quienes sirven con temor. Su único fin es la destrucción y la matanza; nada bueno surge de ellos. En definitiva, son fieras infernales profundamente malignas, impuras y dañinas.

Un expresidente argentino comparó a los manifestantes populares con estas criaturas, y su definición no es casual. Tampoco es una nota de humor: refleja claramente cómo visualiza el oficialismo actual la protesta social.

Pero esta visión no es individual ni aislada; es el modo en que la clase oligarca y reaccionaria percibe a los pobres y carenciados. Antaño, influenciada por la Iglesia Católica, la élite veía con pena y lástima a los menesterosos, considerándolos “dignos de compasión”. Era propio de un buen cristiano ayudar a los pobres, y la limosna se entendía como un acto de caridad, pero también como una inversión: quienes ayudaban a los necesitados ganaban ciertos “privilegios” en el más allá, facilitando su entrada al paraíso.

La Iglesia Católica siempre sostuvo sistemas jerárquicos sociales, atribuyendo las posiciones de cada individuo en la comunidad a la gracia y voluntad de Dios. También fue contenedora de la pobreza y la desigualdad, consolando al pueblo con frases como: “Los últimos serán los primeros” o “Es más difícil que un rico entre al reino de los cielos que un camello pase por el ojo de una aguja”. Estas ideas se viralizaron entre las masas, fomentando la resignación frente a las tropelías, abusos y atropellos de los señores feudales, hoy rebautizados como “magnates financieros”.

Luego, el calvinismo protestante, padre espiritual del capitalismo neoliberal, introdujo la noción de mérito personal, asegurando que la prosperidad económica era el resultado de las buenas acciones y la voluntad divina. Si eres rico y próspero, es gracias a tu mérito, mientras que los pobres eran vistos como carentes de virtud. “Ayúdate, que Dios te ayudará” se convirtió en el lema central, como Max Weber analizó en su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo.

Más adelante, el cristianismo estadounidense instituyó la llamada “Fe Providencialista” o “Teología de la Prosperidad”, según la cual Dios premia la fe y el trabajo con dinero y salud. Ser bendecido por Dios implica ser prominente y próspero. Por el contrario, quienes viven en pobreza o marginación son castigados por su alejamiento de Dios. Incluso los pueblos pueden ser castigados colectivamente con desastres naturales si son considerados pecadores. En diarios estadounidenses, por ejemplo, se comparó la Bagdad de Sadam Hussein con Sodoma y Gomorra, justificando su destrucción y posterior saqueo.

Esta ética religiosa dio origen al principio filosófico de la meritocracia neoliberal, donde el “mérito” reemplaza la “gracia cristiana” de ser humilde y pobre.

Hoy, los pobres son vistos como orcos. La Teología de la Prosperidad ha desplazado a Dios de la escena, otorgando al mercado la función de repartir premios y castigos. El éxito y el fracaso se convierten en opuestos morales de una sociedad capitalista donde el individualismo reina por encima del colectivo. Esto lleva a que quienes logran riqueza desprecien a los menos afortunados, viéndolos como seres inferiores, perezosos y estúpidos, sin merecer ayuda alguna por carecer de moral y fe cristiana. En definitiva: orcos.

La lógica imperante es la siguiente: “Si mi éxito es mi obra, el fracaso del otro es su culpa”.

La meritocracia, en última instancia, también forma parte de la globalización. Los países ricos e industrializados ven al tercer mundo —o a las naciones en vías de desarrollo— como sociedades inmorales y corruptas, merecedoras de explotación y despojo. La meritocracia otorga derechos y privilegios a los exitosos, negándoselos a los fracasados.

El ideal meritocrático no es una solución para la desigualdad; por el contrario, al igual que en el cristianismo medieval, la justifica y promueve.

Desde los años 90, el neoliberalismo se impuso globalmente, aplastando cualquier doctrina, movimiento o gobierno que aspirara a un estado de bienestar general. Con Ronald Reagan y Margaret Thatcher como impulsores, este sistema se expandió sin piedad.

En Argentina, los libertarios reinan (no gobiernan), siendo una destructora implacable de lo establecido. Son un ejemplo de todo lo que no debería ocurrir. Pero aquí estamos, inmersos en una novela de Tolkien, donde reina Sauron y sus acólitos.

José de Guardia de Ponté

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