“Tato” Bores y ese humor negro que hoy se volvió real: querían una semana de diez días hábiles y jornadas de treinta y dos horas, con empleados que, al final del día, le besen la mano al patrón y le digan “te amo”.

El debate y la votación de la reforma laboral abren un interrogante profundo sobre el sindicalismo argentino: el machismo de muchos de sus dirigentes, la descalificación permanente hacia Cristina y la benevolencia con Javier Milei. No es casual. Detrás de esa complacencia se esconden los acuerdos por el manejo del dinero de las obras sociales, esos inmensos recursos que los gremios se resisten a abandonar. La guita de la cuota societaria es apenas la cabeza de un alfiler comparada con esa caja.

Los sindicatos que alguna vez fueron trinchera hoy parecen un espejo empañado, donde se reflejan los intereses que juraron combatir. Mientras tanto, el Gobierno insiste con una reforma laboral regresiva que golpea directamente el corazón de los derechos conquistados.

Milei, ese presidente que se jactó de haber sobrevivido gracias a la indemnización por despido, ahora quiere quitarle esa posibilidad al laburante que dice haber sido. No hay mayor traición que esa: traicionar la memoria del hambre. Hay que ser muy Milei para hacerle ese último trabajito a la mafia de Clarín y otros medios.

El Gobierno quiere legalizar la informalidad, pero sin derechos y con los laburantes convertidos en monotributistas aislados, derrotados, sin gremio ni defensa.

La metáfora: un fósforo solo se quiebra con facilidad; pero cuando se juntan muchos, no hay manera de romperlos. Eso es un sindicato. Eso somos cuando decimos “nosotros”. Porque el último baluarte de la resistencia no es un dirigente ni una sigla: es uno mismo, pero con los otros.

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