La narrativa de la libertad: Un engaño ideológico

Nos dicen que el Estado es el problema, que sin él seríamos verdaderamente libres. Los impuestos, aseguran, nos esclavizan; las regulaciones son cadenas; y la justicia, la real, solo se alcanza cuando cada uno compite por su cuenta. Desde pantallas, parlantes y cuentas influyentes, se repiten consignas disfrazadas de sentido común: menos reglas, más mercado; menos Marx, más Mises; menos Estado, más libertad.

Pero mientras celebran al mercado como el reino del mérito y la autonomía, algo más profundo ocurre. Los dueños del capital reclutan soldados entre quienes no tienen nada. Nos convencen de que somos esclavos del Estado para que defendamos, con orgullo, a quienes realmente nos subordinan. Y muchos aceptan esa misión con entusiasmo, luchando por intereses que no les pertenecen.

Libertad, mientras cargan el estandarte de su propia servidumbre. Ese es el milagro ideológico del presente: transformar la obediencia en virtud, el sacrificio en mérito y el privilegio de unos pocos en una causa popular. Millones marchan al campo de batalla del mercado, no para liberarse, sino para proteger a quienes ya ganaron. El lema silencioso de esta era podría ser: lacayos del mundo, unidos para resistir, no para emancipar, sino para defender al amo, creyendo que es por nuestro bien.

Los orígenes comunales: La verdad histórica del mercado

La narrativa moderna olvida un pasado clave. Durante siglos, la mayoría de los europeos no eran ciudadanos, sino siervos, atados a la tierra y subordinados a un señor feudal. No había mercado, ni libertad de movimiento, ni comercio como lo conocemos. Pero entre los siglos XI y XIII, en los márgenes del feudalismo, surgieron los burgos, pequeños asentamientos urbanos en cruces de caminos, cerca de monasterios o puertos.

Allí se reunían campesinos fugados, artesanos sin tierra, mercaderes y exmilitares. Gente sin títulos, pero con manos, ideas y voluntad de comerciar. Los burgos no fueron diseñados por nadie; nacieron por necesidad. El campo ya no podía sostener a todos, y las rutas comerciales comenzaban a reactivarse. Estos centros dieron origen a las comunas medievales, las primeras ciudades autónomas de Europa, donde floreció algo revolucionario: la autogestión.

Sin reyes ni señores, las comunas se gobernaban con consejos comunales, milicias propias y normas escritas por los vecinos. Los gremios, asociaciones de artesanos como herreros, panaderos o carpinteros, regulaban la producción, fijaban precios y garantizaban condiciones dignas. No se trataba de competir hasta destruir al otro, sino de mantener el equilibrio para que todos pudieran vivir de su oficio.

El historiador belga Henry Pirenne lo resumió así: “La ciudad medieval era una asociación, un organismo de intereses comunes que regulaba la vida económica, jurídica y social de sus miembros”. No había mano invisible, había estatutos; no había competencia ciega, había acuerdos; no había libertad de explotar, había control mutuo. Como confirmó Karl Polanyi, el mercado autorregulado es una invención moderna. Antes, toda economía estaba incrustada en la sociedad.

El nacimiento del capitalismo: La alianza con el Estado

El término burgués no significaba el dueño del capital, sino el habitante del burgo. Según Fernand Braudel, el capitalismo no nace en estas comunidades, sino más tarde, cuando sectores de la burguesía se alían con el poder político para expandir su influencia más allá de las murallas. El capitalismo siempre necesitó al Estado, no lo rechaza, lo utiliza.

La idea de que el mercado nació libre y que el Estado es una distorsión es una fantasía útil para quienes ya tienen poder. El mercado nació regulado, la burguesía nació en comunidad, y la economía nació dentro de la sociedad, no fuera de ella. En Flandes, Italia o las ciudades de la Hansa, las burguesías financiaban a reyes con préstamos y tributos a cambio de fueros, privilegios comerciales y monopolios.

Por ejemplo, en el siglo XIII, la burguesía textil de Brujas apoyó al conde de Flandes contra la corona francesa. A cambio, obtuvo una carta de derechos comunales que la liberó de la subordinación feudal. En la Corona de Aragón, los comerciantes de Barcelona negociaban impuestos por influencia. En Florencia y Venecia, los banqueros burgueses controlaban gobiernos y financiaban a papas y emperadores.

Perry Anderson, en El Estado Absolutista, lo deja claro: la burguesía no se enfrentó al absolutismo, se insertó en él, lo financió y lo usó para destruir el feudalismo y expandir su dominio económico. Los reyes centralizaron el poder, crearon ejércitos, monedas nacionales y unificaron los feudos, facilitando el comercio. El capitalismo no funciona sin el Estado, dice Braudel. Lo necesita para un marco legal, militar y financiero que el mercado nunca podría crear solo.

El mito del emprendedor: Una ilusión individualista

Hoy se celebra al emprendedor, el héroe moderno que, sin ayuda, construye su destino. Pero este relato oculta una verdad: ningún éxito individual existe sin un entorno colectivo. Caminos, correos, moneda estable, tribunales, bancos centrales, policía, educación pública, salud, puertos, electricidad, comunicaciones: todo lo que permite un negocio es producto de lo público.

La economista Mariana Mazzucato, en El Estado Emprendedor, muestra que innovaciones como Internet, el GPS, la pantalla táctil o el reconocimiento de voz fueron desarrolladas con fondos públicos. El sector privado solo empaqueta y vende. Apple no inventó las tecnologías del iPhone; Elon Musk recibió miles de millones en subsidios estatales; Amazon opera con infraestructura pública y exenciones fiscales. Sin embargo, cuando se habla de impuestos o regulación, estos gigantes se presentan como víctimas del Estado.

El emprendedor es un producto social narrado como un milagro individual. El mito no celebra el esfuerzo, sino que borra las condiciones materiales que lo hicieron posible, justificando la concentración de riqueza sin devolver nada a la sociedad.

La gran depresión y el Estado como salvavidas

En el siglo XIX, el capitalismo liberal veía la pobreza como natural y la propiedad como intocable. Pero en 1929, la Gran Depresión destruyó esa lógica. Los bancos quebraron, el desempleo se disparó, y la teoría del mercado autorregulado se volvió insostenible. John Maynard Keynes, en su Teoría General (1936), propuso que el Estado debía intervenir para estimular la demanda y estabilizar la economía.

El New Deal de Franklin Roosevelt aplicó estas ideas con inversión pública, programas de empleo y regulaciones. Funcionó. Estados Unidos se estabilizó, y tras la Segunda Guerra Mundial, el Estado de Bienestar se extendió por Europa. Durante los 30 gloriosos (1945-1975), el desempleo bajó, los salarios crecieron y la desigualdad se redujo. El capitalismo no fue abandonado, fue domesticado.

La contraofensiva neoliberal: Capturar el Estado

En los años 70, la crisis del petróleo y la inflación dieron paso a una contraofensiva liderada por Friedrich Hayek y Ludwig von Mises. Con Margaret Thatcher y Ronald Reagan, el neoliberalismo desmanteló el Estado de Bienestar: privatizaciones, recortes, desregulación y debilitamiento sindical. Thatcher lo dijo claro: “No existe la sociedad, solo individuos y familias”.

Pero el neoliberalismo no eliminó al Estado, lo capturó. Dejó de garantizar derechos para garantizar beneficios, rescatando bancos, no personas. Como señala Wendy Brown, el neoliberalismo transforma el Estado en un instrumento al servicio de las élites. Para lograrlo, se desgastó su legitimidad: se nombraron incompetentes, se recortaron recursos, y cuando lo público colapsó, se culpó al Estado, no al sabotaje. Noam Chomsky lo resume: “Primero arruinas lo público, luego lo privatizas y vendes la destrucción como eficiencia”.

Tecnofeudalismo: La nueva servidumbre digital

Hoy, la élite económica no necesita represión, tiene tecnología. Internet prometía libertad, pero creó una estructura de control. Cédric Durand, en Tecnofeudalismo, explica que las plataformas digitales actúan como señores feudales, controlando territorios cerrados y extrayendo rentas. Shoshana Zuboff, en La Era del Capitalismo de Vigilancia, describe cómo empresas como Google o Amazon convierten nuestra experiencia en materia prima para predecir y modificar nuestra conducta.

Amazon no es un actor del mercado, es el mercado. Decide quién vende, qué se vende y cuánto se cobra. Uber, Airbnb o YouTube no producen, intermedian y dominan. Los algoritmos son los nuevos escribas; los términos de uso, los nuevos estatutos. Aceptar sin leer es la nueva servidumbre voluntaria. Como dice Yanis Varoufakis, vivimos en un feudalismo digital donde no somos ciudadanos, sino perfiles; no elegimos, somos elegidos por algoritmos.

La obediencia celebrada: El culto al individuo

Hoy, los poderosos no imponen su voluntad por la fuerza, logran que los de abajo luchen por los intereses de los de arriba. Nos piden menos sociedad, menos Estado, menos comunidad, convencidos de que así seremos libres. La obediencia se celebra como cool, smart, libertaria. Y cuando alguien cuestiona, es acusado de resentido.

No hay libertad sin conciencia, ni emancipación si creemos que el amo es nuestro amigo. Las oligarquías nos quieren divididos, mientras concentran la riqueza. Como dijo Marx, la solución es simple: unirnos. Pero hoy, un puñado de multimillonarios posee más que la mitad de la humanidad. Desde sus rascacielos, nos observan y piensan: “Lacayos del mundo, uníos… (votad a Milei) y traednos las ganancias”.

Entrada Relacionadas