Soy militante peronista desde hace cincuenta años. He visto innumerables agresiones contra nuestro movimiento: desde el bombardeo a Plaza de Mayo en 1955, que asesinó a casi 400 civiles inocentes, hasta los años más recientes, cuando intentaron matar a Cristina. Cada episodio confirma que la derecha en este país siempre tuvo el mismo motor: el odio.
Ese odio fue capaz de robar el cadáver de Evita, de mutilar las manos de Perón en su mausoleo y, ahora, de apuntar un arma contra la vida de Cristina Kirchner. No es casualidad: es la continuidad de una persecución histórica contra quienes soñaron con una Argentina grande y justa, como San Martín, Belgrano, Evita, Néstor y Cristina.
El atentado contra Cristina, perpetrado por Fernando Sabag Montiel y Brenda Uliarte, mostró hasta qué punto puede degradarse nuestra democracia. Desde Noruega, el historiador Ernesto Semán los describió como “fachos de bajofondo”, alimentados por el desprecio de los sectores acomodados. Y no faltaron quienes, dentro del propio movimiento, prefirieron creer que eran simples mercenarios de la oligarquía, como si la violencia de la pobreza estructural no bastara para explicar la bronca que puede volverse contra la política.
Cristina lo expresó con claridad al reunirse con los curas villeros: “Estoy viva por Dios y por la Virgen”. También relató la llamada del Papa Francisco, quien advirtió que la violencia siempre está precedida por palabras de odio. Ese clima, alentado por ciertos sectores, quebró el pacto democrático que, desde 1983, nos había permitido discutir en política sin poner en riesgo la vida.
Hoy no se trata solo de Cristina. Lo que se rompió es el acuerdo básico de convivencia. No podemos naturalizar que el adversario político se transforme en un enemigo a destruir. La historia ya nos mostró adónde conduce esa lógica: primero fueron los bombardeos, luego la proscripción, más tarde los secuestros y asesinatos. Ahora, un gatillo apretado a centímetros de la cabeza de una dirigente electa por millones de argentinos.
El desafío es enorme. Como dijo la propia Cristina, no alcanza con dialogar entre quienes piensan igual: hace falta acordar con quienes piensan distinto para reconstruir la democracia y erradicar el odio.